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Desde los 8 años (aproximadamente) me angustia la muerte en general, desde los 12 mi propia muerte. Me aterra, no me quiero morir nunca, no quiero que nadie a quien amo se muera o se enferme (Pancho y Pecas incluidos).

Ya sé… están preguntándonse ¿qué no tocaba que completara la entrada del blog de la santísima trinidad de salud mental?, ¿qué no tocaba que escribiera de cómo el yoga ha contribuido a su (supuesta) salud mental?, ¿qué no vende ahorita clases de yoga y debería promocionarse aludiendo a los increíbles avances en su bienestar que esta práctica le ha permitido?

Pues sí, esa era la idea. Empecé a escribir al respecto en octubre, mes de la salud mental que, por cierto, ya acabó… La promesa era una semana escribo sobre terapia, otra sobre Prozac y otra sobre yoga. Mi triada para cuidar la salud mental.

Bueno, pues nada más no puedo concluir la parte de yoga. Llevo dos semanas intentándolo y se queda en un borrador que no me convence, un borrador que siento falso, un borrador que siento como comercial para mis clases y que no logra mostrar lo que esta práctica significa para mí. Concluí que no les vuelvo a prometer de qué voy a escribir. Es como prometerle a alguien amor eterno, es un vil engaño. 

Hoy quiero hablar de la muerte. No puedo escribir de yoga y salud mental en una semana en la que, en mi cabeza, ha habido excesivos pensamientos sobre ella. Además, aceptémoslo, es el mero día de muertos en México, el tema va más con la coyuntura.

Hoy no prometo ni lucidez ni coherencia, compartiré notas dispersas sobre la muerte, una especie de asociación libre al estilo psicoanalítico:

 

1.La muerte de la nonna

Cuando tenía 8 años se murió mi abuela materna, tenía sesenta y pico de años, se murió por complicaciones de diabetes. Tenía 9 dedos en las manos, perdió uno por el exceso de azúcar en su sangre, aún así tocaba el piano a la perfección. Conviví poco con ella, la agarré ya cansada. El día de su velorio mi hermano (con 6 años de edad) le pidió a mi mamá ir a verla en el ataúd. Yo no quise ir, me aterraba. 

Recuerdo las palabras de mi hermano cuando regresó “la nonna se ve muy bonita dormida.” Como vi a mi “hermanito” tan tranquilo, agarré valor y me animé a ir a verla. La imagen me impresionó muchísimo, me quedé traumada y viví en silencio mi impresión. 

En efecto se veía bonita, en efecto, parecía dormida, pero ¿cómo chingaos procesar que era un sueño del que NUNCA iba a despertar?, ¿cómo era posible que nunca más fuera a escuchar su voz?, ¿cómo nunca iba a volver a preparme un pan tostado con mantequilla y azúcar? y ¿cómo era posible que, al día siguiente, ya estaba metida en una cajita tan chiquita?

Aún recuerdo a mi mamá presumiendo la “madurez” de sus hijos para enfrentar la muerte a tan temprana edad. Creo que ahí surgió mi miedo a defraudar al otro, tenía que estar a la altura de las circunstancias. Mi mamá no supo hasta hace poco la impresión que por años causó la escena de mi abuela muerta. Recuerdo con claridad (y a la fecha me genera escalofríos) el olor del perfume que llevaba alguien a quien abracé mucho el día del velorio, no sé si mi mamá o alguna de mis tías. Creo que era Eternity, de Calvin Klein (muy atinado nombre de perfume para un velorio).

 

2. Mi primer diagnóstico de cáncer

A los 12 años ya había en mí una hiper vigilancia ante cualquier síntoma o gesto “extraño” de mi cuerpo. Pobre de mí, he vivido en angustia constante desde muy chiquita. Bueno, pues resulta que a esa tierna edad noté que se me caía mucho el pelo, me iba a quedar pelona y, según yo, eso era signo de que tenía cáncer. 

No importó que me explicaran racionalmente que el cáncer por sí mismo no te deja pelona, que es el tratamiento para tratarlo el que tiene ese efecto secundario. La angustia no se fue hasta que me llevaron con una doctora que me examinó, me dijo que estaba sana y que era normal que se me cayera “tanto” el pelo. 

El alivio fue inmenso pero solo temporal. Desde ese entonces son inumerables los diagnósticos “inminentes” que en mi mente he dictaminado: tumor cerebral (en varias ocasiones), linfoma (en todas sus variaciones), VIH (con todo y cogidas con condón), esclerosis múltiple, hipotiroidismo, cáncer de colon, cáncer de esófago o estómago, algún cáncer ginecológico (el de su elección), insuficiencia cardiaca, hipertensión, melanoma, leucemia, mieloma múltiple (de lo que murió mi papá), insuficiencia renal, obvio COVID en su versión mortal… 

Estos diagnósticos han sido erróneos de mi parte, todos corroborados por un médico especialista y después de los análisis correspondientes (imagínense la energía, dinero y tiempo invertidos). El mejor médico al que he ido es un otorrrino al que fui hace casi 10 años por severos y persistentes dolores de cabeza en la zona de los senos paranasales. Me vio con paciencia, me escuchó con astucia y en su receta escribió el nombre de su psicoanalista. 

Me ofendí, lo ignoré y lleve el asunto a sus últimas consecuencias: una cita en neurología en el Hospital General. Después de una tomografía en donde se veía que todo estaba bien, supe que tenía que ir a terapia (me tarde años en ejecutarlo).

 

3. Los diagnósticos de cáncer verdaderos

Los míos han sido imaginarios, pero 4 personas extremadamente cercanas a mí (muy jóvenes y no tan viejos) han recibido ese diagnóstico. Dos de ellas están sanas y salvas. Dos de ellas están en mi altar de muertos. Sus diagnósticos empezaron con cosas tan absurdas y simples como las que han detonado mi temores: una bolita, un dolor raro y persistente… 

Los tratamientos de quienes siguen vivos han oscilado entre una operación sencilla involucrando la mutilación de alguna parte del cuerpo, hasta varias sesiones rudas de quimioterapia y radiación.

 

4. Las muertes

Soy afortunada, después de lo de mi abuela pasaron 20 años para que volviera a estar en contacto con la muerte.

El primero fue mi abuelo, él tenía 92 años, yo 28. Lo vi unos días antes de que muriera y el impacto fue atroz. Me acuerdo que estuve a punto de desmayarme cuando lo vi, estaba muy acabado, cansado, flaco y fuera de sí (mentalmente hablando).  Pensaba que estaba en Japón porque su compañero de cuarto era un mexicano-japonés con Alzheimer (dan para una película las anécdotas entre ellos dos). Lo maquillaron mucho en su velorio, se veía raro, como si le hubieran puesto botox en los labios.

Después de mi abuelo fue mi papá, yo tenía 30, él 56. Se fue después de dos años de su diagnóstico de cáncer. Su muerte fue bonita, me dio paz, él se despidió unos días antes y no parecía asustado. Estaba muy tranquilo y decía constantemente que se sentía muy mal pero que “solo tenía que esperar para irse a la casa» (quién sabe a qué se refería, ya estábamos en su casa). Sabíamos que se estaba muriendo, estuvimos muy cerquita de él hasta el final. Esos días estuve acompañada, como ahora que escribo esto, de una copa de vino llena hasta el tope. Mi papá medía 1.95, no cupo en la bolsa negra de la funeraria. Se lo llevaron envuelto en una sábana.

Después de mi papá fue uno de mis tíos. Yo tenía 32, él 64. Fumador empedernido, cáncer terminal de pulmón. Ver la muerte de mi papá me quitó el miedo a la muerte, ver la de él me lo regresó. Estaba aterrado y flaquísimo, no estuvo en paz en ningún momento previo a morir. La imagen que tengo es la de él en el borde de un precipicio inmenso, la muerte atrás empujándolo -sin escapatoria-, y él agarrandose hasta con las uñas de los dedos de los pies a los poco centímetros de tierra que le quedaban. Se fue horrorizado y presiento que así me iré yo por más terapia, Prozac, yoga y meditación que le meta a mi vida. Sugirieron que, después de su último aliento, le amarraran de inmediato un paliacate en la cabeza para cerrarle la boca, ya que después de unas horas es imposible hacerlo por la rigidez del cuerpo. Salió de su casa en la típica bolsa negra y con una paliacate amarrado en la cabeza, eso sí, con la boca bien cerrada.

Le siguió mi ex suegro (lo de ex no es solo por su muerte, también porque murió mi relación). Yo tenía 32, él sesenta y pico, me decía flaca de cariño, amaba a los perros. Una muerte totalmente inesperada, infarto fulminante en la calle de un municipio cercano a Toluca. Era él dormido, no había señales de cáncer, quimioterapias, radiaciones, no estaba en los huesos, no estaba en un ambiente medicalizado. Estaba vestido como cualquier día, recuerdo nítidamente sus botas negras. Lo agarró afuera de su trabajo, dándole de comer a sus perros. Los de la funeraria del pueblo llegaron y nos preguntaron si no teníamos una cubeta para empezar el proceso de embalsamamiento… ahí enfrente de todos. Los corrimos indignados, llamamos a otra funeraria con procedimientos más “civilizados.” Protegimos la dignidad del cuerpo de mi ex suegro.

Después otro de mis tíos. Murió este año, yo con 34, él con sesenta y cacho. La muerte más lejana que he sentido. Fue en el pico de la pandemia, por Covid, un par de  meses antes de que empezara la vacunación. Le dijeron que era infección de garganta, después de unos días se fue al hospital con oxígeno, seguidos por terapia intensiva, seguidos por intubación. El asunto se cerró con el siguiente reporte “desaturaciones súbitas en su oxigenación, paro cardiaco alrededor de las 7:30 am, maniobras avanzadas -pero sin éxito- de reanimación cardiopulmonar, lamentablemente no se lograron restablecer sus signos vitales.” Todo esto informado por mensaje de whatsapp, 12 días antes estaba como si nada. El papeleo, reconocimiento del cuerpo, y la recogida de las cenizas le tocaron a mi hermano. No podía estar cerca nadie más. No hubo velorio. La cremación corrió por parte del gobierno de la CDMX, excelente servicio y atención al cliente.

Finalmente el joven de la basura. Hace mes y medio aproximadamente. Yo con 34 años, él con 29 (según el vigilante de mi edificio). Un viernes a las 6 de la mañana, ya despierta pero aún acostada en mi cama, escuché que un trailer frenaba de manera forzada, seguido por un golpe fuerte y gritos aterradores pidiendo ayuda. Me asomé, un árbol tapaba estratégicamente la vista de la tragedia (¡bendito sea Dios!). Llamé al 911, pedí una ambulancia. La vista no me permitió entender qué había pasado exactamente, veía el camión de la basura, un trailer, y gente gritando. Algo consternada di mi clase de yoga a las 7 am, muy zen yo. Cuando acabé me asomé y vi los restos del desastre. Sangre en toda la avenida. El chavo de la basura estaba abajo del camión separando lo orgánico de lo inorgánico. El trailer perdió el control y lo prensó. Un viernes, a las 6 de la mañana, en una avenida vacía.

 

5. Reporte de mi padecimiento actual

Lo que me angustia hoy (siempre hay algo). Vean qué confianza he agarrado con ustedes, de estas cosas no suelo hablar, las suelo sufrir en silencio para no preocupar a nadie.

Diagnóstico: aún por confirmarse. 

Síntomas: hormigueo en la espalda, zona torácica del lado izquierdo (entre T11 y T12).

Tiempo con los síntomas: aparecieron hace unos tres meses de manera constante. Ya los había tenido, hace 8 años aproximadamente, se presentaban de manera ocasional.

Estudios realizados: hace 8 años se llevó el caso a las últimas consecuencias, resonancia magnética de zona torácica y lumbar, sin hallazgos preocupantes. 

Diagnóstico del ortopedista en turno (2013): contractura muscular, me envió a terapia física (no fui).

Estudios actuales (2021): rayos x de columna cervical, torácica y lumbar.

Hallazgos: sin tumores visibles en los rayos x (¡fiu!, al menos los huesos parecen estar ok), rectificación cervical, escoliosis, un cresta ilíaca está 5 mm más arriba que la otra.

Lo que dicen los médicos: médico general del IMSS me preguntó si había tenido un accidente de coche. Al descartarlo, al escucharme, al tocar mi espalda, y al saber que tomo antidepresivos por ansiedad, supone una severa contractura muscular por tensión. Me mandó diclofenaco, vitamina B y cita con ortopedia (aún no voy).

Lo que dice mi fisioterapeuta: Me pregunta lo mismo, “¿tuviste un accidente de coche fuerte?”,  yo: “pues no, ni fuerte, ni quedito”.  Diagnóstico: contractura muscular crónica, posible causa: sobre activación de cadenas musculares por tensión, probable relación emocional por pérdidas no procesadas.

Tratamiento: masaje (lloré como magdalena el día que fui), ejercicios de rehabilitación, higiene postural, relajarme.

¿Cómo relajarme si una bolita puede ser cáncer, si un día cualquiera en el trabajo nos podemos infartar, si un trailer nos puede aplastar en plena avenida de la Ciudad de México?

 

6. Dos recomendaciones (mi inspiración de la semana)

Me inspiró a escribir al respecto una plática fabulosa de Darío Sztajnszrajber (ya sé, es impronunciable el apellido, lo puse con copy-paste) sobre la muerte, me identifiqué plenamente con su experiencia. Darío dice que se angustia constantemente sobre la muerte, que no hay día que no lo haga y que lo que ha aprendido es que hay que  hablar, escribir y twittear al respecto. Me pareció una buena estrategia, ya me cansé de negar y reprimir mi angustia. Al final les dejo el video completo de la plática.

En esta plática Darío recomienda la película de “Hannah y sus hermanas” de Woody Allen. Mickey, el personaje que interpreta el director, es un hipocondriaco profesional. Morí de risa, identificación total con sus angustias y procesos mentales. No es el eje de la película ni es el protagonista, pero la recomiendo para quienes quieran entrarle a su hipocondría con humor.

Pues bueno. Salud por todos mis muertos y por los de ustedes, qué daría por echarme una copa con ellos para que me cuenten qué chingaos hay después de esto y que me digan ¿por qué vale la pena preocuparse en esta vida y por qué no?

 

Feliz día de muertos.

 

Este blog “debió” de publicarse el viernes pasado (29 oct), ya es martes 2 de noviembre. Nos vemos cuando me den ganas de escribir de nuevo, no prometo que sea este viernes. Tampoco prometo de qué voy a escribir.

 

Darío Sztajnszrajber, La muerte

 

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