«Bien sabroso»- Blog de recetas
Hoy tocaba la tercera y última parte de la santísima trinidad de salud mental: terapia, Prozac y yoga. Les fallé con la tercera entrega sobre yoga, la dejaré para el siguiente viernes.
Me enfermé feo de la garganta esta semana y decidí escribir sobre algo que me demandara menos esfuerzo. Así que compartiré mis reflexiones sobre el hígado encebollado.
Todo empezó la semana pasada en un comida familiar. Salió el tema de los aportes nutricionales de las vísceras de animales: sesos, corazón, hígado, panza, tripas; y de otras cosas que no sé como clasificarlas: la pata de cerdo, cueritos, etc. Yo no como nada de eso, ni por equivocación.
Raúl Manrique nutricionista- ¿Vísceras de animales?
Mi hermano y mi cuñado nos contaron que su nutrióloga les sugirió incorporar alguno de estos alimentos a su dieta. El hígado de res tiene una cantidad significativa de vitaminas y minerales, es famoso por aportar hierro, y hierro del bueno, del que se asimila mucho más fácil que el proveniente de alimentos vegetales. En resumen es una maravilla.
Raúl Manrique nutricionista- ¿Vísceras de animales?
Bueno, pues me compartieron la receta secreta para ablandarlo y suavizar el sabor: remojarlo en leche varias horas, luego cocinarlo con cebolla. Mi hermano, que tiene más o menos las mismas aversiones alimenticias que yo, me aseguró que «no sabía mal”.
La sugerencia es comerlo moderadamente: con poquito tienes un chingo de maravillas para tu cuerpo. Me pareció sensato incorporarlo a mi dieta una vez por semana.
Me dieron el dato de dónde comprarlo en el mercado de la colonia ya que, aunque hay varios puestos de carne, ninguno vende hígado.
Adobe Stock Christophe Fouquin Boucherie
Los puestos de carne son grandes, siempre hay más de un carnicero y en casi todos despachan hombres. Donde venden vísceras es otro asunto, es como si hubiera algo impuro y degradado en venderlas. Supongo que tendrá que ver con el precio: son muy baratas.
Llegué al único puesto que vende hígado de res y panza, no hay más. Lo atiende una señora que según mi hermano tiene 90 años (sí los aparenta). Estaba sola, sentada en una silla de plástico de Coca Cola, muy arreglada: aretotes, pulseras, uñas pintadas, muy maquillada y peinada con esmero.
Temerosa le pedí solo 100 grs de hígado, le confesé que no me gustaba pero que quería probarlo por los beneficios. Se emocionó, me dijo que era de lo más nutritivo y que me iba a ayudar a estar siempre sana. Me propuso venderme un filete por $10 pesos, acepté.
La señora es un gran personaje. En mi mente romanticé mi relación con ella: iría religiosamente, cada semana, por mis $10 pesos de hígado. Me haría su amiga, platicaría con ella sobre lo que significa ser la única persona del mercado que vende vísceras y yo sería la mujer más sana del planeta. Nunca me faltaría ni hierro ni vitamina B.
Llegué a mi casa, enjuagué el hígado muy bien con agua. Se sentía rico, muy suavecito y liso, me imagino que así se ha de sentir la parte abultada de una medusa. Lo remojé en leche por horas y lo cociné con cebolla. Olía bien en el sartén.
Adobe Stock Anna R Jellyfish
Me senté frente al plato con el hígado encebollado. Lo corté, me lo metí a la boca, lo empecé a masticar… La historia romántica de mis visitas semanales con la señora de las vísceras se vino abajo en unos segundos.
Me desagradó bastante el sabor y sobre todo la consistencia fibrosa, demasiado firme, demasiado horrible. Respiré profundo e hice una pausa para realmente saborearlo y no dejar que mi mente en automático lo rechazara. Después de la pausa lo escupí.
Hice un segundo intento. Mi historia con la señora de las vísceras y con mi idílico estado de salud no podía acabar así. Esta vez disfracé el sabor. Pensé que, tal vez, en un taco lleno de aguacate y salsa no sabría tan mal.
Le di la mordida al taco, lo mastiqué rápido, me lo tragué. Le di una segunda mordida. En verdad quería que me gustara. Mi estómago reaccionó con arcadas. Lo escupí. Tiré el taco, guardé el hígado en el refri y salí corriendo de mi departamento hacia la birria más cercana. Me eché un caldo delicioso.
El episodio del hígado me dejó pensando que en mi vida he hecho -o sostenido- muchas cosas por puro deber, por chaquetas mentales de historias “que suenan bien”, que en papel «tienen valor», que racionalmente son “lo correcto”, lo “sano”, lo “sensato”, lo que suena «interesante»… pero que carecen de un deseo genuino que las sustente. He intentado «disfrazar» (así como con las tortillas, la salsa y el aguacate) situaciones que nada más no me mueven.
¿Qué necesidad había de darle tres pinches mordidas al hígado? desde la primera sabía que no me gustó, ni me iba a gustar, por más propiedades maravillosas que tenga. ¿Hasta dónde insistir en lo que es sano si de plano no nos gusta, atrae, emociona? ¿cuál es el límite?
¿Les ha pasado con algo?
Lo más difícil es cuando esas cosas que hacemos sin deseo y sin amor, son, en teoría, catalogadas como buenas. Estamos bombardeadas de mensajes que promueven y aprueban ciertas rutinas, hábitos, dietas y tipo de relaciones que son LAS sanas, correctas, liberadoras y universales (pa´ todas funcionan, sin importar particularidades).
Aquí ejemplos de mensajes (algunos contradictorios entre sí) que nos hacen estar vigilando lo que hacemos, comemos, cómo y con quién nos relacionamos:
“Come vísceras, son buenísimas”, “si comes carne no tienes corazón, sé vegana o de a perdis vegetariana”, “receta de gansito keto, vegano, gluten free”, “ama a tu cuerpo tal como es”, “10 señales de que estás con una persona tóxica”, “levántate a las 5 am”, “medita todas las mañanas después de haber hecho yoga y haber tomado dos vasos de agua tibia con limón y jengibre fresco recién rallado”.
Cuando adoptamos sin un deseo y criterio propio estas recetas para «la salud, el éxito y la longevidad” corremos el riesgo de que, en lugar de liberarnos, nos aprisionen y rigidicen. Sobre todo son un peligro para quienes somos intensas, obsesivas y perfeccionistas. Todo en exceso es malo, hasta la sanidad.
A veces hace falta solo vivir sin estar vigilándonos 24-7: comer carne si nos da la gana sin miedo a ser juzgadas, comernos un gansito real con todo y sus tres sellos negros, echarnos ese cigarro que se nos antoja, odiar alguna parte de nuestro cuerpo sin culparnos porque algo no nos gusta, enredarnos en un amorío “tóxico”* pero sabroso, levantarnos a las 10 de la mañana y tomarnos un café bien cargado en ayunas.
@elchara El DiarioAr
Se trata de escoger batallas según la situación del momento, de ser flexibles y cada vez más sabias para oscilar entre lo «sano» e «insano”, de aprender de las malas decisiones y, sobre todo, de gozar la vida sin culpas.
p.d.1. Si alguien quiere el hígado avíseme.
p.d.2. Me voy a hacer amiga de la señora aunque no le compre nada. Hay que ser creativas para re escribir nuestras historias utópicas.
p.d.3. El asunto de las personas y amores «tóxicos» es todo un tema. Les dejo este texto para pensarlo: Alexandra Kohan, Elogio de lo tóxico.
p.d.4. Dejo el soundtrack de la entrada de hoy.
Jajaja ahora si me hiciste reír! Yo quiero el hígado! Si me gust de verdad, nada de deberes sanos para mi,
Y todo lo demás 100% de acuerdo, lo amé. Me echaré el texto de la toxicidad. Besos pequeña! Tqm
jajaja ¡qué bueno que te reíste pequeña! espero que hayas disfrutado el hígado. Alexandra Kohan (la del texto) ha hecho varias declaraciones sobre «lo tóxico», me gusta su postura. No le ha ido bien, la han linchado mucho por «antifeminista», no me parece que lo sea. Es sensata. Yo tmb te quiero mucho =)
¡Jajajaja! Con razón cuando alguien es mamón, insoportable, le dicen el «hígado encebollado», jajajaja! Te admiré, Chatita, tenías toda la intención de que te gustara, pero cuando es no, es no, y estoy de acuerdísimo: hacer las cosas porque quieres hacerlas y no porque «son buenas», comer lo que te guste, no sólo porque sea sano, brindo por eso!!!!
jajaja «es un higadito» hace mucho que no oía la expresión. En efecto, TODA la intención, pero no. Brindo contigo con su respectivo mezcal con chaser. Muchas gracias por leer y comentar Chatita, me llena de alegría.